lunes, 24 de abril de 2017

Los Libros Y Yo


No tengo recuerdos prelectura, simplemente aprendí a leer muy pronto. Cuentan en casa que a los cuatro años podía leer de corrido el periódico y dice mi madre que si no sabía donde estaba (y no me había ido corriendo a casa de la abuela para no hacer la cama) seguro que estaba en algún rincón, perdida en un libro.
Leer es para mi un placer, un vicio y una obsesión; la literatura me ha abierto puertas a mundos sorprendentes y a mi propia alma.
Puedo releer un libro hasta desgastarlo y abandonar otro tras haber leído un puñado de páginas porque, que se le va a hacer, nací con un espíritu crítico y hay páginas que no merecen mi tiempo, a no ser que necesite leerlas para pasar un examen o lo haga con la intención de decorarlas con post-its en homenaje a su agramaticalidad, carencia de lógica, errores en la traducción y memeces varias. Quiero aclarar que sé que mi prosa es muy imperfecta y nada me haría más feliz que el ver uno de mis textos mejorado con post-its de colores y notas al margen y acentos corregidos en boli rojo.
No sé si el hecho de que esas historias inventadas y los personajes que las pueblan sean tan importantes en mi vida es algo bueno o una señal de que algo no anda del todo bien en mi cabeza. No sé hasta qué punto es normal llorar desconsoladamente a lágrima y moco tendido porque un libro se acaba y tienes que decir adiós a todo un mundo, o porque un personaje muere cuando ya era como de la familia, pero a mí me pasa. No muchas veces, pero me pasa. Me pasó con la Tierra Media, me pasó con Dumbledore y aún estoy de duelo por Yaya Ceravieja.
A veces pienso que igual perderme en mundos de ficción no me ayuda mucho a capear los temporales y galernas del mundo real, ese del día a día, del sol que sale por la mañana, del mundo de los adultos con sus facturas, impuestos y obligaciones, de las plantas en la ventana que hay que regar o se agostan en mayo. Pero es tan fácil tirarse de cabeza en la primera página y huir, como huía de pequeña a casa de la abuela. Y ahí es donde vivo yo, en esa falta de equilibrio entre monólogo interior y conversaciones de cafetería, entre vida y letra impresa.

verde


Despierta, vístete, ¿dónde están tus zapatos? Llaves, móvil, cartera... hasta luego amor, sube al coche venga, ponte el cinturón ... cada día vamos más tarde. Holamamáhoyvendrémástardequetengounareuniónsivesquesehacemuytardeledaslacenatuhastaluegocariñopórtatebienynohagasenfadaralosabuelosunbesoadiós.
Así empezaban las mañanas aquel verano y yo llegaba medio dormida a la cocina de los abuelos y al vaso de leche con Colacao y galletas María.
Los abuelos vivían en un chaletito de esos que nacieron en el campo pero se vieron engullidos por la marabunta urbana y eran entonces un archipiélago de casitas con jardín en medio de la ciudad.  Cuando yo llegaba los abuelos ya habían desayunado, pero el abuelo siempre me robaba una galleta de camino al patio mientras la abuela estaba distraída con el periódico.
Durante la mañana el abuelo solía trajinar por el jardín, moviendo macetas, arrancando hierbas, regando y arreglando los desastres que le ocasionaba con mi afán por ayudar. Yo lo seguía acribillándolo a preguntas sobre las plantas, los pájaros, los bichos; incluso tenía mis macetas y las cuidaba con un amor de esos que matan... aquel verano ahogué tres cactus y hasta conseguí que un geranio se cansara de estar vivo.
Otros días iba a comprar con la abuela y le insistía en que me enseñara a tejer. Ella era una tejedora incansable; pero a mí no me tocó ese gen en el reparto y en mis muestras siempre había agujeros de más y puntos de menos; nunca conseguí que mis puntos fueran todos iguales pero no por eso dejaba de intentarlo porque el gen de la tozudez sí que lo heredé.
Algunos días dejaba tranquilos a los abuelos y exploraba la casa por mi cuenta. Podía mirar en los armarios si no desordenaba la ropa, jugar con los recuerdos de la vitrina si era cuidadosa y usar la máquina de escribir. La máquina me fascinaba, el mecanismo, el ruido al apretar las teclas, la magia de la palabra impresa. Me podía pasar horas jugando a ser una gran escritora poseída por las musas apretando teclas a toda velocidad y llenando folios de galimatías o escribiendo una historia poquito a poco para no equivocarme, casi, ni una sola vez. Pero no tenía permiso para tocar los libros de los abuelos. Podía leer los míos, o los de cuando papá era pequeño que estaban en el estante más bajo, pero los otros, los de los títulos exóticos y los lomos con letras doradas, esos no.
La hora de la siesta era sagrada en aquella casa. Hasta que el reloj del salón daba las cuatro no se oía ni una mosca y en teoría todo el mundo dormía. Pero a mí no me gustaba hacer siesta y cuando estaba segura de que dormían, me levantaba y, de puntillas, jugando a ser una exploradora en el territorio de una tribu peligrosa o una espía tras las líneas enemigas, me paseaba descalza por la casa.
Un día, aburrida de ganar guerras y cartografiar selvas ignotas fui a buscar un libro para leer en el patio. Pero leer un cuento no era propio de espías y exploradores y allí, justo delante de mis ojos estaba El Libro. Tenía las tapas verdes y en dorado se leía La Isla Misteriosa, el mejor título de todos los tiempos. Desde que lo leí la primera vez había imaginado un centenar de islas con sus misterios misteriosos ¿se parecería el misterio del libro a alguno de los que yo había imaginado? Hoy era el día de descubrirlo: Cogería el libro con cuidado, leería un ratito y lo devolvería a su sitio antes de que se levantaran los abuelos.
Y cogí el libro y sentada en la butaca del salón lo abrí y empecé a leer.
Al principio fue un poco decepcionante porque no decía nada de ninguna isla pero salía un globo y eso también era interesante, leí un poco y lo dejé en su sitio antes de las cuatro. Al día siguiente, envalentonada porque la hora de la siesta llegó sin que nadie me regañara por coger el libro, me lo llevé al patio. Estaba leyendo sentada en el poyete que seguía la pared al fondo del patio, debajo del tilo, cuando oí a papá llamándome desde el recibidor. Con el corazón saliéndoseme del pecho me saqué la camiseta, envolví el libro y lo dejé encajado entre una maceta con un helecho enorme que tenía a mi lado y la pared. Papá había acabado pronto en el trabajo y venia ¡para llevarme a la piscina!
Aquella tarde en la piscina fue la más larga de mi vida. Al llegar a casa oí a papá comentarle a mamá que había disfrutado más él que yo, sonaba triste. Claro que yo había estado toda la tarde pensando un plan para devolver el libro a su sitio antes de que nadie se diese cuenta.
Me despertaron los truenos. Y empecé a llorar. Esa noche no dormí más, cada vez que cerraba los ojos veía el libro convertido en un montoncito de pasta de papel con trocitos verdes y dorados dentro de mi camiseta.
Por la mañana llegué a casa de los abuelos arrastrando los pies y cabizbaja, como los cristianos cuando los llevaban al circo. Pero sin cantar.
En la mesa de la cocina estaban esperándome el vaso de leche y las galletas. El abuelo pasó cogió una y se fue al patio. Lo seguí. La tormenta había roto ramas y había tumbado algunas macetas y él estaba poniendo orden. La maceta con el helecho seguía en su sitio. Fui hacia allí y miré detrás. Pero mi camiseta no estaba. Había una bolsa de plástico en su lugar. La cogí sin entender nada y miré dentro. Era un libro; era la Isla misteriosa, pero sin tapas verdes ni letras doradas. Me giré y allí estaba el abuelo con el libro verde en la mano, esto mejor no se lo explicamos a la abuela, dijo sonriendo.

domingo, 23 de abril de 2017

Papel


Una de las cosas que he aprendido de mis miles de horas de inmersión cienciaficcionera es que hay que preservar la cultura en un medio de fácil acceso que no requiera de ninguna tecnología avanzada para su uso: el libro, en papel, de toda la vida.
Si (cuando) una civilización cae, su tecnología cae con ella. Y Mad Max nos enseñó que la vida post-tech es dura y hay mucho polvo.
Si toda la información, si todos los logros tecnológicos y todas las historias inventadas están guardadas en una nube digital ¿de qué le servirán a esas generaciones futuras? ¿cómo podrán acceder? En un mundo sin electricidad un kindle es una bandeja.
No digo que tengamos que memorizar cada uno un libro à la Fahrenheit 451 pero si no contamos con una casta de bibliotecarios para preservar la tecnología como en Trantor más nos vale guardar la información en papel.
Quizás en una de las perneras del tiempo existirán neo-monjes recluidos en neo-monasterios dedicados a conservar y renovar el conocimiento, copiando libros y actuando como centros de cultura y de formación. Y la civilización se extenderá en anillos concéntricos alrededor de estos sitios.
En los bancos de semillas por si la catástrofe llega, no se guardan los genomas de las especies codificados en binario y comprimidos en una base de datos para que la gente del futuro bla bla bla, se guardan semillas. Porque son la unidad mínima y necesaria de información para producir una planta nueva.
Por eso propongo crear bancos de libros para el futuro.
En búnkers con atmósfera controlada.
Lejos de las grandes ciudades donde quizás (seguramente) caigan las bombas.
Para que esos libros sean las semillas de la civilización que vendrá.