Despierta, vístete,
¿dónde están tus zapatos? Llaves, móvil, cartera... hasta luego amor, sube al
coche venga, ponte el cinturón ... cada día vamos más tarde.
Holamamáhoyvendrémástardequetengounareuniónsivesquesehacemuytardeledaslacenatuhastaluegocariñopórtatebienynohagasenfadaralosabuelosunbesoadiós.
Así empezaban las
mañanas aquel verano y yo llegaba medio dormida a la cocina de los abuelos y al
vaso de leche con Colacao y galletas María.
Los abuelos vivían en
un chaletito de esos que nacieron en el campo pero se vieron engullidos por la
marabunta urbana y eran entonces un archipiélago de casitas con jardín en medio
de la ciudad. Cuando yo llegaba
los abuelos ya habían desayunado, pero el abuelo siempre me robaba una galleta
de camino al patio mientras la abuela estaba distraída con el periódico.
Durante la mañana el
abuelo solía trajinar por el jardín, moviendo macetas, arrancando hierbas,
regando y arreglando los desastres que le ocasionaba con mi afán por ayudar. Yo
lo seguía acribillándolo a preguntas sobre las plantas, los pájaros, los
bichos; incluso tenía mis macetas y las cuidaba con un amor de esos que
matan... aquel verano ahogué tres cactus y hasta conseguí que un geranio se
cansara de estar vivo.
Otros días iba a
comprar con la abuela y le insistía en que me enseñara a tejer. Ella era una
tejedora incansable; pero a mí no me tocó ese gen en el reparto y en mis
muestras siempre había agujeros de más y puntos de menos; nunca conseguí que
mis puntos fueran todos iguales pero no por eso dejaba de intentarlo porque el
gen de la tozudez sí que lo heredé.
Algunos días dejaba
tranquilos a los abuelos y exploraba la casa por mi cuenta. Podía mirar en los
armarios si no desordenaba la ropa, jugar con los recuerdos de la vitrina si
era cuidadosa y usar la máquina de escribir. La máquina me fascinaba, el
mecanismo, el ruido al apretar las teclas, la magia de la palabra impresa. Me
podía pasar horas jugando a ser una gran escritora poseída por las musas
apretando teclas a toda velocidad y llenando folios de galimatías o escribiendo
una historia poquito a poco para no equivocarme, casi, ni una sola vez. Pero no
tenía permiso para tocar los libros de los abuelos. Podía leer los míos, o los
de cuando papá era pequeño que estaban en el estante más bajo, pero los otros,
los de los títulos exóticos y los lomos con letras doradas, esos no.
La hora de la siesta
era sagrada en aquella casa. Hasta que el reloj del salón daba las cuatro no se
oía ni una mosca y en teoría todo el mundo dormía. Pero a mí no me gustaba
hacer siesta y cuando estaba segura de que dormían, me levantaba y, de
puntillas, jugando a ser una exploradora en el territorio de una tribu
peligrosa o una espía tras las líneas enemigas, me paseaba descalza por la
casa.
Un día, aburrida de
ganar guerras y cartografiar selvas ignotas fui a buscar un libro para leer en
el patio. Pero leer un cuento no era propio de espías y exploradores y allí,
justo delante de mis ojos estaba El Libro. Tenía las tapas verdes y en dorado
se leía La Isla Misteriosa, el mejor título de todos los tiempos. Desde que lo
leí la primera vez había imaginado un centenar de islas con sus misterios
misteriosos ¿se parecería el misterio del libro a alguno de los que yo había
imaginado? Hoy era el día de descubrirlo: Cogería el libro con cuidado, leería
un ratito y lo devolvería a su sitio antes de que se levantaran los abuelos.
Y cogí el libro y
sentada en la butaca del salón lo abrí y empecé a leer.
Al principio fue un
poco decepcionante porque no decía nada de ninguna isla pero salía un globo y
eso también era interesante, leí un poco y lo dejé en su sitio antes de las
cuatro. Al día siguiente, envalentonada porque la hora de la siesta llegó sin
que nadie me regañara por coger el libro, me lo llevé al patio. Estaba leyendo
sentada en el poyete que seguía la pared al fondo del patio, debajo del tilo,
cuando oí a papá llamándome desde el recibidor. Con el corazón saliéndoseme del
pecho me saqué la camiseta, envolví el libro y lo dejé encajado entre una
maceta con un helecho enorme que tenía a mi lado y la pared. Papá había acabado
pronto en el trabajo y venia ¡para llevarme a la piscina!
Aquella tarde en la
piscina fue la más larga de mi vida. Al llegar a casa oí a papá comentarle a
mamá que había disfrutado más él que yo, sonaba triste. Claro que yo había
estado toda la tarde pensando un plan para devolver el libro a su sitio antes
de que nadie se diese cuenta.
Me despertaron los
truenos. Y empecé a llorar. Esa noche no dormí más, cada vez que cerraba los
ojos veía el libro convertido en un montoncito de pasta de papel con trocitos
verdes y dorados dentro de mi camiseta.
Por la mañana llegué
a casa de los abuelos arrastrando los pies y cabizbaja, como los cristianos
cuando los llevaban al circo. Pero sin cantar.
En la mesa de la
cocina estaban esperándome el vaso de leche y las galletas. El abuelo pasó
cogió una y se fue al patio. Lo seguí. La tormenta había roto ramas y había
tumbado algunas macetas y él estaba poniendo orden. La maceta con el helecho
seguía en su sitio. Fui hacia allí y miré detrás. Pero mi camiseta no estaba.
Había una bolsa de plástico en su lugar. La cogí sin entender nada y miré
dentro. Era un libro; era la Isla misteriosa, pero sin tapas verdes ni letras
doradas. Me giré y allí estaba el abuelo con el libro verde en la mano, esto
mejor no se lo explicamos a la abuela, dijo sonriendo.
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